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martes, 25 de febrero de 2014

SUDÁN DEL SUR: NUEVA GUERRA EN EL PAÍS MÁS JOVEN

Sudán del Sur, el Estado más joven del mundo, se hunde en una nueva guerra desde el 16 de diciembre de 2013. Es el tercer conflicto armado que sufren sus habitantes desde mediados de los años 1950. La rivalidad a muerte de sus dirigentes y las divisiones étnicas están en la raíz de estos enfrentamientos, que, de momento, tienen pocos visos de solucionarse.
José Carlos Rodríguez

Todo lo peor que uno puede imaginarse en una guerra ocurre en Sudán del Sur desde que estallaran las hostilidades en su capital, Yuba, el pasado 16 de diciembre: al menos 10.000 personas muertas (según el International Crisis Group), 400.000 desplazados internos, masacres interétnicas, cadáveres arrojados al Nilo, violaciones en masa, poblados incendiados... El cúmulo de horrores no ha dejado de aumentar cada día: soldados que han disparado a civiles indefensos que buscaban refugio en recintos de la ONU e incluso a dos estadounidenses cuando se aprestaban a subir al avión que iba a evacuarlos; 300 aterrorizadas personas que acababan de subir a un ferry en la ciudad de Malakal para escapar de los combates, que murieron ahogadas en las aguas del Nilo el 12 de enero; hombres armados, de ambas partes, que han robado enormes cargamentos de ayuda humanitaria... La lista no tiene fin. Para complicar aún más las cosas, Uganda interviene militarmente al lado de una de las facciones, la del presidente Salva Kiir, amenazando con arrastrar a países vecinos a una guerra que podría complicarse al tomar un cariz internacional.



El origen inmediato de este conflicto, que se extendió como una mancha de aceite, fue la expulsión del Gobierno, el pasado mes de junio, del vicepresidente Riek Machar, quien había anunciado sus intenciones de presentarse como candidato a presidente en 2015. Machar, de etnia nuer (la segunda del país), mantenía desde hace al menos dos décadas una fuerte rivalidad con el actual presidente, Salva Kiir, de etnia dinka, la mayoritaria en Sudán del Sur, y, cuando ambos hombres estuvieron juntos en el Gobierno, Kiir hizo todo lo posible por bloquear cada iniciativa de su rival. Pocos esperaban que Machar esperara tranquilamente dos años para retar a Kiir en las urnas. El 16 de diciembre soldados leales al líder nuer atacaron a tropas dinka en Yuba, al haberse corrido el rumor de que Machar acababa de ser detenido. A las pocas horas, Salva Kiir apareció en la televisión estatal vestido de general, para comunicar que sus fuerzas acababan de abortar un intento de golpe de Estado, una versión que pocos se creyeron. A los pocos días la guerra se había extendido a otras ciudades del país: Torit, Malakal, Bor (que ha cambiado de manos por lo menos ya tres veces) y Bentíu, el principal centro de producción de petróleo, situado cerca de la frontera con su vecino del norte.

Más del 70% de los ocho millones de sudaneses del sur tienen menos de 30 años, lo que significa que solo han conocido la guerra y que el recurso a la violencia para resolver las disputas es la forma más aceptada y enraizada culturalmente. Se trata de la tercera guerra que lacera uno de los países más pobres del mundo desde mediados de los años 1950. Muy mal ha comenzado su andadura el país más joven del mundo, que se independizó, eufórico, de su vecino del norte –Sudán– en julio de 2011, con unos líderes sin una visión que fuera más allá de sus intereses personales.

Esclavitud y odios étnicos

Colonizado como un condominio anglo-egipcio desde finales del siglo XIX, para asegurarse el control sobre las aguas del Nilo, Sudán incluyó de forma artificial a pueblos árabes y musulmanes del norte y a etnias africanas animistas del sur, a las que los primeros consideraban como una reserva de esclavos. El trabajo de los misioneros –notablemente, de los combonianos– proporcionó educación y progreso a las tribus negras del sur, muchos de cuyos líderes cristianos fueron vistos como objetivos a eliminar por los árabes del norte, que, al acercarse la independencia, no ocultaban sus planes de islamizar todo el país. En 1956 estalló la primera rebelión en el sur, cuyos insurgentes fueron conocidos como los “anyanya” (palabra que significa “veneno” en una de las lenguas del sur). Esta primera guerra concluyó en 1972 con los Acuerdos de Adís Abeba, que otorgaron una amplia autonomía al sur.

La paz apenas duró 11 años. En 1983 Jartum se saltó a la torera los acuerdos de paz e impuso la sharia (ley islámica) en todo el país. Una nueva rebelión estalló en el sur. El oficial enviado por el entonces presidente Nymeiri para sofocar la insurgencia, un coronel llamado John Garang, apenas llegado al sur, se pasó a los rebeldes y se convirtió en su líder. Nació así el SPLA –Ejército de Liberación del Pueblo de Sudán, en siglas inglesas– y comenzó una larga guerra que se iba a cobrar dos millones de muertos y en la que un millón de personas huirían de sus hogares como desplazados internos o refugiados en otros países. Fue una tragedia de proporciones gigantescas, que atrajo poco la atención internacional, y en la que Jartum utilizó tácticas de tierra quemada, borrando poblaciones enteras del mapa con bombardeos y armando a milicias tribales para combatir al SPLA usando la táctica del “divide y vencerás”.

Pero, a principios de los años 1990, afloraron en el seno del SPLA fuertes divisiones étnicas, sobre todo entre los dinka –la tribu mayoritaria del sur, a la que pertenecían Garang y su lugarteniente Salva Kiir– y los nuer. En agosto de 1991, Riek Machar y su aliado, Lam Akol –de etnia shilluk–, crearon una facción rival que intentó derrocar a John Garang. Durante varios años ambas ramas del SPLA lucharon sin piedad entre ellas, usando métodos sucios, como el reclutamiento forzoso de niños y el bloqueo de la ayuda humanitaria a poblaciones enteras, a las que mataron de hambre. Jartum, como era de esperar, se frotó las manos y favoreció a la facción de Riek Machar, a la que armó generosamente con la esperanza de que los rebeldes sureños se mataran entre ellos.
Una independencia que empezó mal

Esta segunda guerra llegó a su fin, tras varios años de negociaciones de paz, en enero de 2005, con un acuerdo de paz que preveía la instauración de un periodo de semiautonomía para el sur y la celebración de un referéndum en 2011. Jartum hizo todo lo posible para poner palos en las ruedas a este proceso, pero no pudo evitar que finalmente los sudaneses del sur votaran masivamente a favor de la independencia, y que esta comenzara en julio de 2011. El nuevo país –tan grande como España y Portugal juntos– empezó su andadura con solo 60 kilómetros de carreteras asfaltadas; una paupérrima infraestructura, que dejaba aisladas amplias zonas durante los meses de las lluvias. Solo un cuarto de sus habitantes sabía leer y escribir. El autor de este artículo ha visitado varias veces –entre 2001 y 2009– lugares como Yuba, Torit, Nimule, Kajo-Keji, Rumbek, Mapourdit y Tonj, y ha visto cómo a menudo las únicas gentes del país con formación académica eran las que habían estudiado durante sus años de exilio en países como Uganda y Kenia. Bastaba acercarse a un edificio en construcción en Yuba, oír las lenguas que hablaban sus albañiles y carpinteros, y darse cuenta de que todos ellos eran kenianos o ugandeses.

En las zonas rurales, las luchas entre clanes por el control de tierras de pastos para sus ganados han sido la norma, y casi siempre han acabado en batallas campales que se cobraban miles de muertos. Si una zona determinada se quedaba sin un proyecto de desarrollo, los líderes locales respondían comenzando una nueva rebelión. Fuera de unas pocas ciudades sin apenas servicios y con comercios de precios prohibitivos, en el campo ha llamado siempre la atención la ausencia de pueblos: solo hay tukuls, chozas familiares que se levantan lo más distanciadas posibles entre ellas. Durante la última guerra, vivir en comunidad significaba ser atacado una y otra vez por grupos armados, así que la gente decidió vivir lo más aislada posible para sobrevivir. En medio de esta cultura de la desconfianza y la violencia, las personas han vivido en poblados donde apenas se cultiva, y por el día se ve a hombres ebrios, mujeres que van a las ciudades cercanas a vender un puñado de mangos y a niños sin acceso a la educación.

La economía de Sudán del Sur solo depende de un petróleo que representa el 98% de sus ingresos. Tiene alguna de las tierras más fértiles de África, pero la nación se encuentra tan subdesarrollada que no tiene apenas comunicaciones y no cuenta con red eléctrica. Por si fuera poco, desde la independencia, en 2011, e incluso antes, ha tenido que hacer frente a innumerables conflictos con su vecino del norte, que le pedía tasas carísimas por usar el único oleoducto por el que puede transportar su crudo para exportarlo. Estas disputas han hecho que en dos ocasiones Sudán del Sur cerrara el grifo, con consecuencias económicas desastrosas para ambos países. A esto hay que sumar otro bache: la falta de visión de sus líderes, que han tomado una deriva cada vez más dictatorial, han hecho de la corrupción un modo de vida y no han conseguido unir a las más de 60 etnias que viven en su territorio y que han tomado siempre el recurso a la violencia como primera opción para resolver sus disputas. Estados Unidos, principal mentor del nuevo régimen, no ha sabido, o no ha tenido suficiente interés, en ayudar –o presionar– a los líderes sudaneses del sur a desarrollar ni la democracia ni el buen gobierno.

La guerra civil de los años 80 y 90, a menudo erróneamente simplificada como una lucha entre norte y sur, fue una carnicería entre los múltiples grupos étnicos de la región –dinka, nuer, murle, shilluck y las docenas de tribus de la región ecuatorial–, que pugnaban por obtener sus cuotas de poder político y social en el futuro Estado. Las luchas internas causaron más muertos y destrucción que el conflicto contra Jartum en sí. Es más, fue únicamente la existencia del enemigo común, Sudán, lo que consiguió que temporalmente aparcaran sus diferencias y acudieran juntos a las negociaciones de paz, que desembocaron en el referéndum de secesión. Las rencillas entre tribus se barrieron debajo de la alfombra y las tentativas de reconciliación nacional nunca fructificaron. Los líderes militares durante la guerra pasaron sin transición a ser las figuras políticas del nuevo país. Gerifaltes que no sabían ni manejar un ordenador, cambiaron la guerrera militar por el traje y la corbata y se encontraron al frente de gabinetes ministeriales. Cada decisión, desde el reparto de ministerios hasta la elección de dónde se construía un hospital rural, se percibía a través del prisma étnico, intensificando sentimientos de agravio y de marginación. Numerosos sudaneses del sur formados en universidades europeas o estadounidenses, que volvieron a su país para contribuir generosamente con sus competencias, fueron a menudo despreciados por los antiguos guerrilleros, con el despecho de “¿dónde estabas tú mientras nosotros –el SPLA– nos batíamos en el bosque contra los árabes?”.

Para añadir más a este turbio panorama de “todos contra todos”, desde los primeros días de la rebelión se puso en marcha una milicia conocida como “el ejército blanco”, formado por jóvenes nuer fieles a Riek Machar, a los que se conoce así por frotarse el cuerpo con cenizas blancas. Columnas formadas por miles de estos adolescentes fanáticos, que proceden de poblados esparcidos en el bosque, marcharon hacia la ciudad de Bor, capital del estado de Jonglei, al norte de Yuba, para combatir contra las fuerzas gubernamentales. Verdadera carne de cañón, fácilmente reemplazables si caen bajo las balas enemigas, y que, sin embargo, consiguieron matar a más de doce oficiales dinka, además de a dos cascos azules de la ONU de nacionalidad india. Jonglei es el estado donde hay un mayor número de desplazados internos y, en poco tiempo, se ha convertido en el lugar más violento del país.

Va para largo
Mes y medio después de comenzar esta nueva guerra, los soldados del presidente Salva Kiir controlan la mayor parte del territorio de los otros siete estados que forman Sudán del Sur. No cabe duda de que tienen superioridad numérica y logística, además de apoyos internacionales, lo que les hace estar mejor preparados para aguantar un conflicto que promete ser largo. Pero no hay que olvidar que Riek Machar tiene una gran capacidad de desorganizar la infraestructura petrolera, que es la base de la economía del país. No es ninguna casualidad que una de sus primeras acciones militares consistiera en atacar la ciudad de Bentiu, punto neurálgico de la zona donde están situados la mayor parte de los pozos petrolíferos.

Naciones Unidas ha pedido un refuerzo de 5.000 soldados adicionales para apoyar a los 7.500 de su misión de mantenimiento de la paz que ya estaban sobre el terreno, pero, como ocurre a menudo en situaciones similares, no es muy probable que su presencia cambie el curso de los acontecimientos y contribuya a disminuir la violencia. La opción de negociaciones de paz para instaurar un alto el fuego parece un sueño lejano, a pesar de que a mediados de febrero ambas partes en conflicto enviaron sendas delegaciones a Adís Abeba, con pocos resultados que mostrar hasta la fecha.

El presidente ugandés, Yoweri Museveni, que inicialmente se presentó como mediador, tardó poco en tomar partido por Salva Kiir y enviar tropas para respaldarle. Una de las razones para este apoyo tan decisivo es el proyecto del mandatario ugandés de tener un nuevo oleoducto que pase por Uganda, en lugar de por Sudán, cuyo presidente, Omar el Bashir, siempre ha gozado de todas las antipatías de Museveni. En la zona de África del este, desde que desapareció el primer ministro etíope Meles Zenawi en 2012, Museveni ha surgido como el hombre fuerte, sin nadie que le haga sombra, capaz de influir en el curso de acontecimientos regionales, y quienes le conocen saben que su primera opción es siempre la militar. Con un panorama así, es probable que los sudaneses del sur tengan su tercera guerra para mucho tiempo.