29 JUNIO: SANTOS PEDRO Y PABLO, APÓSTOLES, SOLEMNIDAD
Hch 12,1-11; Sal 33; 2Tm 4,6-8.17.18; Mt 16,13-19
COMENTARIO
Unidos en la fe y la misión en Cristo
El 29 de junio, que este año ha coincidido con el día domingo, se celebra en todas las iglesias la solemnidad de los santos Pedro y Pablo. (Esta celebración litúrgica tiene prioridad sobre los domingos del tiempo ordinario). Estos apóstoles de Cristo constituyen dos pilares de la Iglesia y son testigos de la fe que han dejado una huella indeleble en la historia de la salvación. Según el Catecismo de la Iglesia Católica, Pedro, llamado a ser el fundamento de la Iglesia, nos recuerda la importancia de la fe viva y del testimonio personal de Cristo. Pablo, por su parte, nos exhorta a vivir la llamada cristiana con valentía y dedicación, llevando la Buena Nueva de Cristo a todos los pueblos.
El pasaje del Evangelio de hoy nos ofrece valiosas pistas para reflexionar sobre su llamada a la fe, que es también la nuestra, y sobre la misión que el Señor confía a sus discípulos. En el episodio evangélico que acabamos de proclamar, junto a Jesús y sus discípulos en camino, llegamos a un punto de inflexión de su misión, cuando Jesús pide a los discípulos y obtiene de Pedro, como representante de su grupo, la profesión de fe en su identidad mesiánica. Para comprender mejor el significado del episodio, así como las palabras de Pedro y de Jesús para la misión de aquel tiempo y para la nuestra, es necesario profundizar algunos detalles, aparentemente no relevantes y, por eso mismo, frecuentemente dejados de lado, comenzando con la indicación del lugar del evento.
1. El importante contexto de la confesión de fe de Pedro
Solo los evangelistas Mateo y Marcos indican el contexto geográfico del episodio: «en la región de Cesarea de Filipo». Se trataba de una ciudad de estilo grecorromano, reconstruida por el tetrarca Felipe en honor al emperador César Augusto en un lugar llamado antes Panea (en honor a Pan, divinidad de la naturaleza selvática). Por eso, el historiador hebreo del siglo I, Flavio Josefo, menciona la ciudad con el nombre de Cesarea Panias. La arqueología moderna ha encontrado los restos de esta divinidad griega y, como en toda ciudad grecorromana, podemos imaginar la existencia en aquella zona de altares dedicados a otras divinidades, varios «monumentos sacros», como San Pablo encontró en Atenas (cf. Hch 17,23). Tenemos un contexto espacial particular, que refleja el paganismo de aquella época. La gente creía en varios dioses, dependiendo de su inclinación religiosa y de las necesidades de cada uno. Encontramos, por tanto, a Jesús y sus discípulos todavía en la zona «pagana», en los confines de la parte septentrional de Galilea.
Además, la región de Cesarea de Filipo se encuentra frente al monte Hermón, con una de las fuentes del río Jordán. En la zona se nota la concentración de los árboles de higos, observados también por los peregrinos en el Parque-Reserva natural de Banias. La higuera, con su tronco robusto y alto (llega a medir hasta de 8 metros) y con las hojas amplias, ofrece un refugio fresco contra el calor del sol. Sentarse bajo una higuera o una vid servían como símbolos del tiempo mesiánico (cf. Miq4,4).
Este contexto geográfico nos parece crucial para entender por qué Jesús ha llevado a los discípulos tan lejos de su «base» en Cafarnaúm (¡Al menos 10 horas a pie, según Google Maps!) para hacerles una pregunta fundamental sobre su identidad. Independientemente de lo que la gente en el mundo pluralista y de diversidad de opiniones religiosas piense en relación a Jesús, los discípulos son llamados a profesar su fe en Jesús como el único y verdadero Mesías del Dios de Israel, del único y verdadero Dios. Se puede intuir que la cuestión resulta también muy actual. Todo seguidor de Cristo está llamado a profesar la verdadera fe en Él, como Pedro y los demás discípulos, incluido Pablo, en medio de diversas opiniones posibles sobre su persona entre la gente. Esta concreta «toma de posición» es fundamental para dar testimonio y compartir la fe con los demás.
2. «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo»
La profesión de fe de Pedro en el evangelio de Mateo completa y, al mismo tiempo, explicita las otras formas más simples relatadas por los evangelistas Marcos («Tú eres el Mesías») y Lucas («Tú eres el Mesías de Dios»). Para una debida profundización del contenido de esta profesión, remito a varios libros de cristología. Me concentro en solo dos puntos esenciales.
En primer lugar, Jesús es profesado como el Cristo, es decir, el «mesías» en hebreo, que significa el ungido. Él es aquel ungido de Dios preanunciado por los antiguos profetas de Israel y, por ello, esperado ansiosamente por el pueblo elegido al final de los tiempos. Mientras que en la historia de Israel varios reyes, sacerdotes y, en algunos casos, hasta profetas eran ungidos por Dios, la respuesta de Pedro a Jesús acentúa la particular identidad de Jesús como el mesías, el Ungido de los ungidos, el único y definitivo, enviado por Dios con la misión de salvar a su pueblo. Además, en las palabras de Pedro podemos ver no tanto una afirmación de carácter intelectual, cuanto una expresión de adhesión a la persona de Jesús como el Cristo, en el que los apóstoles confían y ponen toda su esperanza. Por eso, Él es «el que tiene que venir» al mundo, como Jesús explicó a un perplejo Juan Bautista en la cárcel y como se declarará por boca de Marta en el evangelio de Juan: «Yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo» (Jn 11,27). Con la venida de Jesús, el Cristo-Mesías, se inaugura para el pueblo elegido y para el mundo entero la esperada y predicha era mesiánica, en la que cada uno se sienta bajo su vid y su higuera, para usar todavía la imagen sugestiva de los profetas que mencionaba más arriba.
En segundo lugar, al profesar que Jesús es el Hijo del Dios viviente, Pedro declara la fe en la naturaleza divina particular de Jesús en relación con el único Dios verdadero de Israel, que se reveló a Moisés simplemente como «Yo soy», Aquel que es. A causa de este título, en la tradición bíblico- judía los ángeles y varios hombres eran llamados «hijos de Dios». Sin embargo, como se revela en el Catecismo de la Iglesia Católica, en esta profesión de Pedro se reconoce «el carácter trascendente de la filiación divina de Jesús Mesías» (nn. 442-443). Tanto es cierto que en el evangelio de Juan, Pedro declarará en nombre del pequeño grupo de los pocos que permanecieron con Jesús durante la llamada crisis de Galilea, cuando «muchos de sus discípulos volvieron atrás y no iban más con Él» después del «duro» discurso «Yo soy el pan de vida»: «nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,69). De la misma manera, se acentúa la unicidad de Jesús, Hijo de Dios, con la expresión «Unigénito del Padre» o simplemente el Hijo (hay que agregar que, en el episodio evangélico de Mateo, la trascendencia divina parece estar unida con el título implícito que Jesús ha usado para sí mismo al preguntar a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?»).
3. «Non praevalebunt» - «[El poder del infierno] no la derrotará»
Entre los evangelistas que relatan el mismo episodio en Cesarea de Filipo, solo San Mateo recoge el discurso de Jesús a Pedro después de la profesión de fe de este último. Son palabras inspiradas y profundas, que se han convertido en objeto de reflexión, estudio y debate teológico a lo largo de los siglos (¡con alguna disputa encendida hasta hoy!). Desde el punto de vista espiritual y por límite de tiempo, nos detenemos solamente en dos observaciones importantes para comprender bien el discurso.
Antes que nada, notamos el carácter particular del lenguaje de Jesús en este elogio a Pedro. Por una parte, vemos en el discurso la abundancia de expresiones semíticas, así como la forma de la bienaventuranza (bienaventurado tú, Simón), «ni carne, ni sangre» (para significar la naturaleza humana), el binomio atar-desatar (para indicar el poder total, como se ha visto en Is 22,19-23 [primera lectura]), el juego de palabras basado en el nuevo nombre de Simón como «Cefas» – piedra/roca. Esto refleja un Jesús «terrenal», por así decirlo, con su agudeza y su modo de expresarse puramente hebreo, bien arraigado en la tradición de su pueblo.
Por otra parte, el contenido del discurso deja ver a un Jesús en éxtasis, justo como en aquel momento en que pronunció la oración de alabanza a Dios por la revelación exclusiva a los pequeños: «Te doy gracias, Dios, Señor del cielo y de la tierra...» (lo hemos escuchado hace algunos domingos). Se trata de un Jesús glorioso, «supra terrestre», que con autoridad particular confirmó la profesión de Pedro como revelación de Dios mismo (llamado solemnemente «Padre mío, que estás en los cielos») y, en consecuencia, confirió a Pedro un estatus («sobre esta piedra dificaré mi Iglesia») y una misión especial («Te daré las llaves del reino de los cielos»).
Tenemos, entonces, el discurso del Jesús terreno y celeste, que revela su proyecto en relación al futuro del «Reino de los cielos» y la edificación de su «Iglesia». Hay que notar la estrecha relación entre el Reino de los cielos y la Iglesia, que Jesús declaró edificar sobre piedra, que es la persona de Simón Pedro. La palabra «Iglesia», del griego ekklesia, refleja el hebreo qahal, que indica la asamblea/congregación del pueblo, convocada por Dios (el culto). Entrar en el Reino de Dios significa lógicamente participar en la «iglesia» de Dios que Cristo edifica y llama «suya».
Es necesario acentuar el propósito de Jesús que habla de su Iglesia y de su acción para edificarla sobre la piedra que es Simón Pedro. En otras palabras, la Iglesia es de Cristo que la edifica, no es de Pedro que, con su profesión de fe, permanece un instrumento, aunque fundamental, para la fundación de ella. Hay que recordar que el Cristo mismo es visto como la roca y, en cuanto tal, no existe otro fundamento que el Cristo mismo. Así, las palabras de Cristo a Pedro deben entenderse en sentido inclusivo: para la edificación de la Iglesia, Pedro será la piedra en Cristo, la única piedra angular y fundamental de todo, y esto por voluntad del mismo Cristo. De este modo, podemos entender que, a pesar de las debilidades humanas de Pedro y de todos los demás en la Iglesia, las potencias del infierno no prevalecerán sobre ella, porque detrás de Pedro y de toda la Iglesia está Jesús, el Cristo, el Hijo del Dios viviente, que sostiene a uno y a otro. Por lo demás, Jesús mismo dijo a Pedro y a los demás discípulos antes de la pasión: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22,31-32).
Por tanto, en esta perspectiva, recordamos la bellísima afirmación del Papa León Magno († 461): «[...] como permanece lo que Pedro ha creído en Cristo, así permanece lo que Cristo ha instituido en la persona de Pedro [...] En toda la Iglesia, Pedro proclama cada día: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo” (De Natale ipsius, III). De esta perenne y mística proclamación de fe en Cristo participa cada día también Pablo, llamado por la gracia divina de perseguidor de la Iglesia a ser el incansable apóstol de Cristo entre los gentiles. Así, como se desprende de la segunda lectura, Pablo, ya cercano a la muerte, se presenta como un atleta que ha combatido el buen combate, ha terminado la carrera y ha conservado la fe (cf. 2 Tim 4, 6-8.17-18). Su testimonio nos anima a perseverar en la fe, incluso cuando el camino cristiano-misionero se hace arduo, porque la recompensa prometida por Dios es grande: la corona de la justicia y la vida eterna.
En conclusión, Pedro y Pablo nos enseñan que la fe requiere valentía, humildad y fidelidad. Su vida es una invitación a reconocer a Jesús como el Cristo, el Hijo de Dios, y a dar testimonio de esta fe con coherencia y amor, incluso ante las pruebas y las persecuciones. Su testimonio nos anima a ser testigos auténticos del Evangelio en el mundo de hoy, confiando siempre en la ayuda de Dios, que nos sostiene y nos guía. Oremos para que, siguiendo el ejemplo de los santos apóstoles Pedro y Pablo, podamos ser discípulos-misioneros fieles y fervientes de Cristo, instrumentos de paz y esperanza, llevando el Evangelio a todos, con alegría y perseverancia. Amén.
Pontificia Unión Misional - D.A.N. Nguyen