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viernes, 25 de septiembre de 2020

Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2020


27 de septiembre de 2020

Como Jesucristo, obligados a huir.

Acoger, proteger, promover e integrar a los desplazados internos
A principios de año, en mi discurso a los miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la
Santa Sede, señalé entre los retos del mundo contemporáneo el drama de los desplazados
internos: «Las fricciones y las emergencias humanitarias, agravadas por las perturbaciones del
clima, aumentan el número de desplazados y repercuten sobre personas que ya viven en un
estado de pobreza extrema. Muchos países golpeados por estas situaciones carecen de
estructuras adecuadas que permitan hacer frente a las necesidades de los desplazados» (9 enero
2020).
La Sección Migrantes y Refugiados del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral
ha publicado las “Orientaciones Pastorales sobre Desplazados Internos” (Ciudad del Vaticano, 5
mayo 2020) un documento que desea inspirar y animar las acciones pastorales de la Iglesia en
este ámbito concreto.
Por ello, decidí dedicar este Mensaje al drama de los desplazados internos, un drama a menudo
invisible, que la crisis mundial causada por la pandemia del COVID-19 ha agravado. De hecho,
esta crisis, debido a su intensidad, gravedad y extensión geográfica, ha empañado muchas otras
emergencias humanitarias que afligen a millones de personas, relegando iniciativas y ayudas
internacionales, esenciales y urgentes para salvar vidas, a un segundo plano en las agendas
políticas nacionales. Pero «este no es tiempo del olvido. Que la crisis que estamos afrontando no
nos haga dejar de lado a tantas otras situaciones de emergencia que llevan consigo el sufrimiento
de muchas personas» (Mensaje Urbi et Orbi, 12 abril 2020).
A la luz de los trágicos acontecimientos que han caracterizado el año 2020, extiendo este
Mensaje, dedicado a los desplazados internos, a todos los que han experimentado y siguen aún
hoy viviendo situaciones de precariedad, de abandono, de marginación y de rechazo a causa del
COVID-19.
Quisiera comenzar refiriéndome a la escena que inspiró al papa Pío XII en la redacción de la
Constitución Apostólica Exsul Familia (1 agosto 1952). En la huida a Egipto, el niño Jesús
experimentó, junto con sus padres, la trágica condición de desplazado y refugiado, «marcada por
el miedo, la incertidumbre, las incomodidades (cf. Mt 2,13-15.19-23). Lamentablemente, en
nuestros días, millones de familias pueden reconocerse en esta triste realidad. Casi cada día la
televisión y los periódicos dan noticias de refugiados que huyen del hambre, de la guerra, de otros
peligros graves, en busca de seguridad y de una vida digna para sí mismos y para sus familias»
(Ángelus, 29 diciembre 2013). Jesús está presente en cada uno de ellos, obligado —como en
tiempos de Herodes— a huir para salvarse. Estamos llamados a reconocer en sus rostros el
rostro de Cristo, hambriento, sediento, desnudo, enfermo, forastero y encarcelado, que nos
interpela (cf. Mt 25,31-46). Si lo reconocemos, seremos nosotros quienes le agradeceremos el
haberlo conocido, amado y servido.
Los desplazados internos nos ofrecen esta oportunidad de encuentro con el Señor, «incluso si a
nuestros ojos les cuesta trabajo reconocerlo: con la ropa rota, con los pies sucios, con el rostro
deformado, con el cuerpo llagado, incapaz de hablar nuestra lengua» (Homilía, 15 febrero 2019).
Se trata de un reto pastoral al que estamos llamados a responder con los cuatro verbos que
señalé en el Mensaje para esta misma Jornada en 2018: acoger, proteger, promover e integrar. A
estos cuatro, quisiera añadir ahora otras seis parejas de verbos, que se corresponden a acciones
muy concretas, vinculadas entre sí en una relación de causa-efecto.
Es necesario conocer para comprender. El conocimiento es un paso necesario hacia la
comprensión del otro. Lo enseña Jesús mismo en el episodio de los discípulos de Emaús:
«Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos.
Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo» (Lc 24,15-16). Cuando hablamos de migrantes y
desplazados, nos limitamos con demasiada frecuencia a números. ¡Pero no son números, sino
personas! Si las encontramos, podremos conocerlas. Y si conocemos sus historias, lograremos
comprender. Podremos comprender, por ejemplo, que la precariedad que hemos experimentado
con sufrimiento, a causa de la pandemia, es un elemento constante en la vida de los
desplazados.
Hay que hacerse prójimo para servir. Parece algo obvio, pero a menudo no lo es. «Pero un
samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, se compadeció, y acercándose, le
vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a
una posada y lo cuidó» (Lc 10,33-34). Los miedos y los prejuicios —tantos prejuicios—, nos
hacen mantener las distancias con otras personas y a menudo nos impiden “acercarnos como
prójimos” y servirles con amor. Acercarse al prójimo significa, a menudo, estar dispuestos a correr
riesgos, como nos han enseñado tantos médicos y personal sanitario en los últimos meses. Este
estar cerca para servir, va más allá del estricto sentido del deber. El ejemplo más grande nos lo
dejó Jesús cuando lavó los pies de sus discípulos: se quitó el manto, se arrodilló y se ensució las
manos (cf. Jn 13,1-15).
Para reconciliarse se requiere escuchar. Nos lo enseña Dios mismo, que quiso escuchar el
gemido de la humanidad con oídos humanos, enviando a su Hijo al mundo: «Porque tanto amó
Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él […] tenga vida
eterna» (Jn 3,16-17). El amor, el que reconcilia y salva, empieza por una escucha activa. En el
mundo de hoy se multiplican los mensajes, pero se está perdiendo la capacidad de escuchar.
Sólo a través de una escucha humilde y atenta podremos llegar a reconciliarnos de verdad.
Durante el 2020, el silencio se apoderó por semanas enteras de nuestras calles. Un silencio
dramático e inquietante, que, sin embargo, nos dio la oportunidad de escuchar el grito de los más
vulnerables, de los desplazados y de nuestro planeta gravemente enfermo. Y, gracias a esta
escucha, tenemos la oportunidad de reconciliarnos con el prójimo, con tantos descartados, con
nosotros mismos y con Dios, que nunca se cansa de ofrecernos su misericordia.
Para crecer hay que compartir. Para la primera comunidad cristiana, la acción de compartir era
uno de sus pilares fundamentales: «El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola
alma: nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, pues lo poseían todo en común» (Hch
4,32). Dios no quiso que los recursos de nuestro planeta beneficiaran únicamente a unos pocos.
¡No, el Señor no quiso esto! Tenemos que aprender a compartir para crecer juntos, sin dejar fuera
a nadie. La pandemia nos ha recordado que todos estamos en el mismo barco. Darnos cuenta
que tenemos las mismas preocupaciones y temores comunes, nos ha demostrado, una vez más,
que nadie se salva solo. Para crecer realmente, debemos crecer juntos, compartiendo lo que
tenemos, como ese muchacho que le ofreció a Jesús cinco panes de cebada y dos peces… ¡Y
fueron suficientes para cinco mil personas! (cf. Jn 6,1-15).
Se necesita involucrar para promover. Así hizo Jesús con la mujer samaritana (cf. Jn 4,1-30). El
Señor se acercó, la escuchó, habló a su corazón, para después guiarla hacia la verdad y
transformarla en anunciadora de la buena nueva: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo
lo que he hecho; ¿será este el Mesías?» (v. 29). A veces, el impulso de servir a los demás nos
impide ver sus riquezas. Si queremos realmente promover a las personas a quienes ofrecemos
asistencia, tenemos que involucrarlas y hacerlas protagonistas de su propio rescate. La pandemia
nos ha recordado cuán esencial es la corresponsabilidad y que sólo con la colaboración de todos
—incluso de las categorías a menudo subestimadas— es posible encarar la crisis. Debemos
«motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de
hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad» (Meditación en la Plaza de San Pedro, 27 marzo
2020).
Es indispensable colaborar para construir. Esto es lo que el apóstol san Pablo recomienda a la
comunidad de Corinto: «Os ruego, hermanos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que
digáis todos lo mismo y que no haya divisiones entre vosotros. Estad bien unidos con un mismo
pensar y un mismo sentir» (1 Co 1,10). La construcción del Reino de Dios es un compromiso
común de todos los cristianos y por eso se requiere que aprendamos a colaborar, sin dejarnos
tentar por los celos, las discordias y las divisiones. Y en el actual contexto, es necesario reiterar
que: «Este no es el tiempo del egoísmo, porque el desafío que enfrentamos nos une a todos y no
hace acepción de personas» (Mensaje Urbi et Orbi, 12 abril 2020). Para preservar la casa común
y hacer todo lo posible para que se parezca, cada vez más, al plan original de Dios, debemos
comprometernos a garantizar la cooperación internacional, la solidaridad global y el compromiso
local, sin dejar fuera a nadie.
Quisiera concluir con una oración sugerida por el ejemplo de san José, de manera especial
cuando se vio obligado a huir a Egipto para salvar al Niño.
Padre, Tú encomendaste a san José lo más valioso que tenías: el Niño Jesús y su madre, para
protegerlos de los peligros y de las amenazas de los malvados.
Concédenos, también a nosotros, experimentar su protección y su ayuda. Él, que padeció el
sufrimiento de quien huye a causa del odio de los poderosos, haz que pueda consolar y proteger
a todos los hermanos y hermanas que, empujados por las guerras, la pobreza y las necesidades,
abandonan su hogar y su tierra, para ponerse en camino, como refugiados, hacia lugares más
seguros.
Ayúdalos, por su intercesión, a tener la fuerza para seguir adelante, el consuelo en la tristeza, el
valor en la prueba.
Da a quienes los acogen un poco de la ternura de este padre justo y sabio, que amó a Jesús
como un verdadero hijo y sostuvo a María a lo largo del camino.
Él, que se ganaba el pan con el trabajo de sus manos, pueda proveer de lo necesario a quienes la
vida les ha quitado todo, y darles la dignidad de un trabajo y la serenidad de un hogar.
Te lo pedimos por Jesucristo, tu Hijo, que san José salvó al huir a Egipto, y por intercesión de la
Virgen María, a quien amó como esposo fiel según tu voluntad. Amén.
Roma, San Juan de Letrán, 13 de mayo de 2020, Memoria de la Bienaventurada Virgen María de
Fátima.

Francisco