Los que se habían reunido, le preguntaron, diciendo: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el
reino a Israel?». Les dijo: «No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre
ha establecido con su propia autoridad; en cambio, recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a
venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín
de la tierra». Dicho esto, a la vista de ellos, fue elevado al cielo, hasta que una nube se lo quitó de
la vista (Hch 1,6-9).
Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos
se fueron a predicar por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las
señales que los acompañaban (Mc 16,19-20).
Y los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía,
se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo. Ellos se postraron ante Él y se volvieron a
Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios (Lc 24,50-53).
Queridos hermanos y hermanas:
Este año había decidido participar en vuestra Asamblea general anual, el jueves 21 de mayo,
fiesta de la Ascensión del Señor, pero se ha cancelado a causa de la pandemia que nos afecta a
todos. Por eso, deseo enviaros a todos vosotros este mensaje, para haceros llegar, igualmente, lo
que tengo en el corazón para deciros. Esta fiesta cristiana, en estos tiempos inimaginables que
estamos viviendo, me parece aún más rica de sugerencias para el camino y la misión de cada
uno de nosotros y de toda la Iglesia.
Celebramos la Ascensión como una fiesta y, sin embargo, en ella se conmemora la despedida de
Jesús de sus discípulos y de este mundo. El Señor asciende al Cielo, y la liturgia oriental narra el
estupor de los ángeles al ver a un hombre que con su cuerpo sube a la derecha del Padre. No
obstante, mientras Cristo estaba para ascender al Cielo, los discípulos —que, además, lo habían
visto resucitado— no parecían que hubiesen entendido aún lo sucedido. Él iba a dar inicio al
cumplimiento de su Reino y ellos se perdían todavía en sus propias conjeturas. Le preguntaban si
iba a restaurar el reino de Israel (cf. Hch 1,6). Pero, cuando Cristo los dejó, en vez de quedarse
tristes, volvieron a Jerusalén «con gran alegría», como escribe Lucas (24,52). Sería extraño que
no hubiera ocurrido nada. En efecto, Jesús ya les había prometido la fuerza del Espíritu Santo,
que descendería sobre ellos en Pentecostés. Este es el milagro que cambió las cosas. Y ellos
cobraron seguridad, porque confiaron todo al Señor. Estaban llenos de alegría. Y la alegría en
ellos era la plenitud de la consolación, la plenitud de la presencia del Señor.
Pablo escribe a los Gálatas que la plenitud del gozo de los Apóstoles no es el efecto de unas
emociones que satisfacen y alegran. Es un gozo desbordante que se puede experimentar
solamente como fruto y como don del Espíritu Santo (cf. 5,22). Recibir el gozo del Espíritu Santo
es una gracia. Y es la única fuerza que podemos tener para predicar el Evangelio, para confesar
la fe en el Señor. La fe es testimoniar la alegría que nos da el Señor. Un gozo como ese no nos lo
podemos dar nosotros solos.
Jesús, antes de irse, dijo a los suyos que les mandaría el Espíritu, el Consolador. Y así entregó
también al Espíritu la obra apostólica de la Iglesia, durante toda la historia, hasta su venida. El
misterio de la Ascensión, junto con la efusión del Espíritu en Pentecostés, imprime y confiere para
siempre a la misión de la Iglesia su rasgo genético más íntimo: el de ser obra del Espíritu Santo y
no consecuencia de nuestras reflexiones e intenciones. Y este es el rasgo que puede hacer
fecunda la misión y preservarla de cualquier presunta autosuficiencia, de la tentación de tomar
como rehén la carne de Cristo —que asciende al Cielo— para los propios proyectos clericales de
poder.
Cuando, en la misión de la Iglesia, no se acoge ni se reconoce la obra real y eficaz del Espíritu
Santo, quiere decir que, hasta las palabras de la misión —incluso las más exactas y las más
reflexionadas— se han convertido en una especie de “discursos de sabiduría humana”, usados
para auto glorificarse o para quitar y ocultar los propios desiertos interiores.
La alegría del Evangelio
La salvación es el encuentro con Jesús, que nos ama y nos perdona, enviándonos el Espíritu, que
nos consuela y nos defiende. La salvación no es la consecuencia de nuestras iniciativas
misioneras, ni siquiera de nuestros razonamientos sobre la encarnación del Verbo. La salvación
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de cada uno puede ocurrir sólo a través de la perspectiva del encuentro con Él, que nos llama.
Por esto, el misterio de la predilección inicia —y no puede no iniciar— con un impulso de alegría,
de gratitud. La alegría del Evangelio, esa “alegría grande” de las pobres mujeres que, en la
mañana de Pascua, fueron al sepulcro de Cristo y lo hallaron vacío, y que luego fueron las
primeras en encontrarse con Jesús resucitado y corrieron a decírselo a los demás (cf. Mt 28,8-
10). Sólo así, el ser elegidos y predilectos puede testimoniar ante todo el mundo, con nuestras
vidas, la gloria de Cristo resucitado.
Los testigos, en cualquier situación humana, son aquellos que certifican lo que otro ha hecho. En
este sentido —y sólo así—, podemos nosotros ser testigos de Cristo y de su Espíritu. Después de
la Ascensión, como cuenta el final del Evangelio de Marcos, los apóstoles y los discípulos «se
fueron a predicar por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales
que los acompañaban» (16,20). Cristo, con su Espíritu, da testimonio de sí mismo mediante las
obras que lleva a cabo en nosotros y con nosotros. La Iglesia —explicaba ya san Agustín— no
rogaría al Señor que les concediera la fe a aquellos que no conocen a Cristo, si no creyera que es
Dios mismo el que dirige y atrae hacia sí la voluntad de los hombres. La Iglesia no haría rezar a
sus hijos para pedir al Señor la perseverancia en la fe en Cristo, si no creyese que es el mismo
Señor quien tiene en su mano nuestros corazones. En efecto, si la Iglesia le rogase estas cosas,
pero pensara que se las puede dar a sí misma, significaría que sus oraciones no serían
auténticas, sino solamente fórmulas vacías, frases hechas, formalismos impuestos por el
conformismo eclesiástico (cf. El don de la perseverancia. A Próspero y a Hilario, 23.63).
Si no se reconoce que la fe es un don de Dios, tampoco tendrían sentido las oraciones que la
Iglesia le dirige. Y no se manifestaría a través de ellas ninguna sincera pasión por la felicidad y
por la salvación de los demás y de aquellos que no reconocen a Cristo resucitado, aunque se
dedique mucho tiempo a organizar la conversión del mundo al cristianismo.
Es el Espíritu Santo quien enciende y custodia la fe en los corazones, y reconocer este hecho lo
cambia todo. En efecto, es el Espíritu el que suscita y anima la misión, le imprime connotaciones
“genéticas”, matices y movimientos particulares que hacen del anuncio del Evangelio y de la
confesión de la fe cristiana algo distinto a cualquier proselitismo político o cultural, psicológico o
religioso.
He recordado muchos de estos rasgos distintivos de la misión en la Exhortación apostólica
Evangelii gaudium; retomo algunos de ellos.
Atractivo. El misterio de la Redención entró y continúa obrando en el mundo a través de un
atractivo que puede fascinar el corazón de los hombres y de las mujeres, porque es y parece más
atrayente que las seducciones basadas en el egoísmo, consecuencia del pecado. «Nadie puede
venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado», dice Jesús en el Evangelio de Juan (6,44).
La Iglesia siempre ha repetido que seguimos a Jesús y anunciamos su Evangelio por esto: por la
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fuerza de atracción que ejercen el mismo Cristo y su Espíritu. La Iglesia —afirmó el Papa
Benedicto XVI—– crece en el mundo por atracción y no por proselitismo (cf. Homilía en la Misa de
apertura de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Aparecida,
13 mayo 2007: AAS 99 [2007], 437). San Agustín decía que Cristo se nos revela atrayéndonos. Y,
para poner un ejemplo de este atractivo, citaba al poeta Virgilio, según el cual toda persona es
atraída por aquello que le gusta. Jesús no sólo es atrayente para nuestra voluntad, sino también
para nuestro gusto (cf. Comentario al Evangelio de San Juan, 26, 4). Cuando uno sigue a Jesús,
contento por ser atraído por Él, los demás se darán cuenta y podrán asombrarse de ello. La
alegría que se transparenta en aquellos que son atraídos por Cristo y por su Espíritu es lo que
hace fecunda cualquier iniciativa misionera.
Gratitud y gratuidad. La alegría de anunciar el Evangelio brilla siempre sobre el fondo de una
memoria agradecida. Los apóstoles nunca olvidaron el momento en el que Jesús les tocó el
corazón: «Era como la hora décima» (Jn 1,39). El acontecimiento de la Iglesia resplandece
cuando en él se manifiesta el agradecimiento por la iniciativa gratuita de Dios, porque «Él nos
amó» primero (1 Jn 4,10), porque «fue Dios quien hizo crecer» (1 Co 3,6). La predilección
amorosa del Señor nos sorprende, y el asombro —por su propia naturaleza— no podemos
poseerlo por nosotros mismos ni imponerlo. No es posible “asombrarse a la fuerza”. Sólo así
puede florecer el milagro de la gratuidad, el don gratuito de sí. Tampoco el fervor misionero puede
obtenerse como consecuencia de un razonamiento o de un cálculo. Ponerse en “estado de
misión” es un efecto del agradecimiento, es la respuesta de quien, en función de su gratitud, se
hace dócil al Espíritu Santo y, por tanto, es libre. Si no se percibe la predilección del Señor, que
nos hace agradecidos, incluso el conocimiento de la verdad y el conocimiento mismo de Dios
—ostentados como posesión que hay que adquirir con las propias fuerzas— se convertirían, de
hecho, en “letra que mata” (cf. 2 Co 3,6), como demostraron por vez primera san Pablo y san
Agustín. Sólo en la libertad del agradecimiento se conoce verdaderamente al Señor. Y resulta
inútil —y, más que nada, inapropiado— insistir en presentar la misión y el anuncio del Evangelio
como si fueran un deber vinculante, una especie de “obligación contractual” de los bautizados.
Humildad. Si la verdad y la fe, la felicidad y la salvación no son una posesión nuestra, una meta
alcanzada por nuestros méritos, entonces el Evangelio de Cristo se puede anunciar solamente
desde la humildad. Nunca se podrá pensar en servir a la misión de la Iglesia con la arrogancia
individual y a través de la ostentación, con la soberbia de quien desvirtúa también el don de los
sacramentos y las palabras más auténticas de la fe, haciendo de ellos un botín que ha merecido.
No se puede ser humilde por buena educación o por querer parecer cautivadores. Se es humilde
si se sigue a Cristo, que dijo a los suyos: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de
corazón» (Mt 11,29). San Agustín se pregunta cómo es posible que, después de la Resurrección,
Jesús se dejó ver sólo por sus discípulos y no, en cambio, por los que lo habían crucificado.
Responde que Jesús no quería dar la impresión de querer «burlarse de quienes le habían dado
muerte. Era más importante enseñar la humildad a los amigos que echar en cara a los enemigos
la verdad» (Discurso 284, 6).
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Facilitar, no complicar. Otro rasgo de la auténtica obra misionera es el que nos remite a la
paciencia de Jesús, que también en las narraciones del Evangelio acompañaba siempre con
misericordia las etapas de crecimiento de las personas. Un pequeño paso, en medio de las
grandes limitaciones humanas, puede alegrar el corazón de Dios más que las zancadas de quien
va por la vida sin grandes dificultades. Un corazón misionero reconoce la condición actual en la
que se encuentran las personas reales, con sus límites, sus pecados, sus debilidades, y se hace
«débil con los débiles» (1 Co 9,22). “Salir” en misión para llegar a las periferias humanas no
quiere decir vagar sin dirección ni sentido, como vendedores impacientes que se quejan de que la
gente es muy ruda y anticuada como para interesarse por su mercancía. A veces se trata de
aminorar el paso para acompañar a quien se ha quedado al borde del camino. A veces hay que
imitar al padre de la parábola del hijo pródigo, que deja las puertas abiertas y otea todos los días
el horizonte, con la esperanza de la vuelta de su hijo (cf. Lc 15,20). La Iglesia no es una aduana, y
quien participa de algún modo en la misión de la Iglesia está llamado a no añadir cargas inútiles a
las vidas ya difíciles de las personas, a no imponer caminos de formación sofisticados y pesados
para gozar de aquello que el Señor da con facilidad. No pongamos obstáculos al deseo de Jesús,
que ora por cada uno de nosotros y nos quiere curar a todos, salvar a todos.
Cercanía en la vida “cotidiana”. Jesús encontró a sus primeros discípulos en la orilla del lago de
Galilea, mientras estaban ocupados en su trabajo. No los encontró en un convenio, ni en un
seminario de formación, ni en el templo. Desde siempre, el anuncio de salvación de Jesús llega a
las personas allí donde se encuentran y así como son en la vida de cada día. La vida ordinaria de
todos, la participación en las necesidades, esperanzas y problemas de todos, es el lugar y la
condición en la que quien ha reconocido el amor de Cristo y ha recibido el don del Espíritu Santo
puede dar razón a quien le pregunte de la fe, de la esperanza y de la caridad. Caminando juntos,
con los demás. Principalmente en este tiempo en el que vivimos, no se trata de inventar itinerarios
de adiestramiento “dedicados”, de crear mundos paralelos, de construir burbujas mediáticas en
las que hacer resonar los propios eslóganes, las propias declaraciones de intenciones, reducidas
a tranquilizadores “nominalismos declaratorios”. He recordado ya otras veces —a modo de
ejemplo—, que en la Iglesia hay quien continúa a evocar enfáticamente el eslogan: “Es la hora de
los laicos”, pero mientras tanto parece que el reloj se hubiera parado.
El “sensus fidei” del Pueblo de Dios. Hay una realidad en el mundo que tiene una especie de
“olfato” para el Espíritu Santo y su acción. Es el Pueblo de Dios, predilecto y llamado por Jesús,
que, a su vez, sigue buscándolo y clama siempre por Él en las angustias de la vida. El Pueblo de
Dios mendiga el don de su Espíritu; confía su espera a las sencillas palabras de las oraciones y
nunca se acomoda en la presunción de la propia autosuficiencia. El santo Pueblo de Dios reunido
y ungido por el Señor, en virtud de esta unción, se hace infalible “in credendo”, como enseña la
Tradición de la Iglesia. La acción del Espíritu Santo concede al Pueblo de los fieles un “instinto”
de la fe —el sensus fidei— que le ayuda a no equivocarse cuando cree lo que es de Dios, aunque
no conozca los razonamientos ni las formulaciones teológicas para definir los dones que
experimenta. Es el misterio del pueblo peregrino que, con su espiritualidad popular, camina hacia
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los santuarios y se encomienda a Jesús, a María y a los santos; que recurre y se revela
connatural a la libre y gratuita iniciativa de Dios, sin tener que seguir un plan de movilización
pastoral.
Predilección por los pequeños y por los pobres. Todo impulso misionero, si está movido por el
Espíritu Santo, manifiesta predilección por los pobres y por los pequeños, como signo y reflejo de
la preferencia que el Señor tiene por ellos. Las personas directamente implicadas en las
iniciativas y estructuras misioneras de la Iglesia no deberían justificar nunca su falta de atención a
los pobres con la excusa —muy usada en ciertos ambientes eclesiásticos— de tener que
concentrar sus propias energías en los cometidos prioritarios de la misión. La predilección por los
pobres no es algo opcional en la Iglesia.
Las dinámicas y los criterios arriba descritos forman parte de la misión de la Iglesia, animada por
el Espíritu Santo. Normalmente, en los enunciados y en los discursos eclesiásticos, se reconoce y
afirma la necesidad del Espíritu Santo como fuente de la misión de la Iglesia, pero también
sucede que tal reconocimiento se reduce a una especie de “homenaje formal” a la Santísima
Trinidad, una fórmula introductoria convencional para las intervenciones teológicas y para los
planes pastorales. Hay en la Iglesia muchas situaciones en las que el primado de la gracia se
reduce a un postulado teórico, a una fórmula abstracta. Sucede que muchos proyectos y
organismos vinculados a la Iglesia, en vez de dejar que se transparente la obra del Espíritu Santo,
acaban confirmando solamente la propia autorreferencialidad. Muchos mecanismos eclesiásticos
a todos los niveles parecen estar absorbidos por la obsesión de promocionarse a sí mismos y sus
propias iniciativas, como si ese fuera el objetivo y el horizonte de su misión.
Hasta aquí he querido retomar y volver a proponer criterios y sugerencias sobre la misión de la
Iglesia que ya había expuesto de forma más extensa en la Exhortación apostólica Evangelii
gaudium. Lo he hecho porque creo que también para las OMP puede ser útil y fecundo —y no
aplazable— confrontarse con esos criterios y sugerencias en esta etapa de su camino.
Las OMP y el tiempo presente:
talentos a desarrollar, tentaciones y enfermedades a evitar
¿Hacia dónde conviene mirar de cara al presente y al futuro de las OMP? ¿Cuáles son los
estorbos que hacen el camino más gravoso?
En la fisionomía, es decir, en la identidad de las Obras Misionales Pontificias, se aprecian ciertos
rasgos distintivos —algunos, por así decirlo, genéticos; otros, adquiridos durante el largo recorrido
histórico— que con frecuencia se descuidan o se dan por supuestos. Pues bien, esos rasgos
justamente pueden custodiar y hacer preciosa —sobre todo en el momento presente— la
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contribución de esta “red” a la misión universal, a la que toda la Iglesia está llamada.
- Las Obras Misionales nacieron de forma espontánea del fervor misionero manifestado por la fe
de los bautizados. Existe y permanece una íntima afinidad, una familiaridad entre las Obras
Misionales y el sensus fidei infalible in credendo del Pueblo fiel de Dios.
- Las Obras Misionales, desde el principio, avanzaron sobre dos “binarios” o, mejor dicho, sobre
dos vías que van siempre paralelas y que, en su sencillez, han sido siempre familiares al corazón
del Pueblo de Dios: la oración y la caridad, en la forma de limosna, que «libra de la muerte y
purifica del pecado» (Tb 12,9), el «amor intenso» que «tapa multitud de pecados» (cf. 1 P 4,8).
Los fundadores de las Obras Misionales, empezando por Pauline Jaricot, no se inventaron las
oraciones y las obras a las que confiar sus intenciones de anunciar el Evangelio, sino que las
tomaron simplemente del tesoro inagotable de los gestos más cercanos y habituales para el
Pueblo de Dios en camino por la historia.
- Las Obras Misionales, surgidas de forma gratuita en la trama de la vida del Pueblo de Dios, por
su configuración simple y concreta, han sido reconocidas y valoradas por la Iglesia de Roma y por
sus obispos, quienes, en el último siglo, han pedido poder adoptarlas como peculiar instrumento
del servicio que ellos prestan a la Iglesia universal. De aquí que se haya atribuido a tales Obras la
calificación de “Pontificias”. Desde ese momento, resalta en la fisionomía de las OMP su
característica de instrumento de servicio para sostener a las Iglesias particulares en la obra del
anuncio del Evangelio. De este modo, las Obras Misionales Pontificias se ofrecieron con docilidad
como instrumento de servicio a la Iglesia, dentro del ministerio universal desempeñado por el
Papa y por la Iglesia de Roma, que “preside en la caridad”. Así, con su propio itinerario y sin
entrar en complicadas disputas teológicas, las OMP han desmentido los argumentos de aquellos
que, también en los ambientes eclesiásticos, contraponen de modo inadecuado carismas e
instituciones, leyendo siempre las relaciones entre ambas realidades a través de una engañosa
“dialéctica de principios”. En cambio, en la Iglesia, incluso los elementos estructurales
permanentes —como los sacramentos, el sacerdocio y la sucesión apostólica— son
continuamente recreados por el Espíritu Santo y no están a disposición de la Iglesia como un
objeto de posesión adquirida (cf. Card. J. Ratzinger, Los movimientos eclesiales y su colocación
teológica. Intervención durante el Convenio mundial de movimientos eclesiales, Roma, 27-29
mayo 1998).
- Las Obras Misioneras, desde su primera difusión, se estructuraron como una red capilar
extendida en el Pueblo de Dios, totalmente sujeta y, de hecho, “inmanente” a las redes de las
instituciones y realidades ya presentes en la vida eclesial, como las diócesis, las parroquias, las
comunidades religiosas. La vocación peculiar de las personas implicadas en las Obras Misionales
nunca se ha vivido ni percibido como una vía alternativa, como una pertenencia “externa” a las
formas ordinarias de la vida de las Iglesias particulares. La invitación a la oración y a la colecta de
recursos para la misión siempre se ha ejercido como un servicio a la comunión eclesial.
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- Las Obras Misionales, convertidas con el tiempo en una red extendida por todos los continentes,
manifiestan por su propia configuración la variedad de matices, condiciones, problemas y dones
que caracterizan la vida de la Iglesia en los diferentes lugares del mundo. Una pluralidad que
puede proteger contra homogenizaciones ideológicas y unilateralismos culturales. En este
sentido, también a través de las OMP se puede experimentar el misterio de la universalidad de la
Iglesia, en la que la obra incesante del Espíritu Santo crea armonía entre las distintas voces,
mientras que el Obispo de Roma, con su servicio de caridad, ejercido también a través de las
Obras Misionales Pontificias, custodia la unidad de la fe.
Todas las características hasta aquí descritas pueden ayudar a las Obras Misionales Pontificias a
evitar las insidias y patologías que amenazan su camino y el de otras muchas instituciones
eclesiales. Señalaré algunas de ellas.
Insidias a evitar
Autorreferencialidad. Las organizaciones y los entes eclesiásticos, más allá de las buenas
intenciones de cada particular, acaban a veces replegándose sobre sí mismos, dedicando sus
fuerzas y su atención, sobre todo, a su propia promoción y a la celebración de sus propias
iniciativas en clave publicitaria. Otros parecen dominados por la obsesión de redefinir
continuamente su propia relevancia y sus propios espacios en el seno de la Iglesia, con la
justificación de querer relanzar mejor su propia misión. Por estas vías —dijo una vez el entonces
cardenal Joseph Ratzinger— se alimenta también la idea falsa de que una persona es más
cristiana si está más comprometida en estructuras intraeclesiales, cuando en realidad casi todos
los bautizados viven la fe, la esperanza y la caridad en su vida ordinaria, sin haber formado parte
nunca de comisiones eclesiásticas y sin interesarse por las últimas novedades de política eclesial
(cf. Una compañía siempre reformable, Conferencia en el “Meeting de Rimini”, 1 septiembre
1990).
Ansia de mando. Sucede a veces que las instituciones y los organismos surgidos para ayudar a la
comunidad eclesial, poniendo al servicio los dones suscitados en ellos por el Espíritu Santo,
pretenden ejercer con el tiempo supremacías y funciones de control en las comunidades a las que
deberían servir. Esta postura suele ir acompañada por la presunción de ejercitar el papel de
“depositarios” dispensadores de certificados de legitimidad hacia los demás. De hecho, en estos
casos, se comportan como si la Iglesia fuera un producto de nuestros análisis, de nuestros
programas, acuerdos y decisiones.
Elitismo. Entre aquellos que forman parte de organismos o entidades estructuradas de la Iglesia,
gana terreno, en diversas ocasiones, un sentimiento elitista, la idea no declarada de pertenecer a
una aristocracia, a una clase superior de especialistas que busca ampliar sus propios espacios en
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complicidad o competencia con otras élites eclesiásticas, y que adiestra a sus miembros con los
sistemas y las lógicas mundanas de la militancia o de la competencia técnico-profesional, con el
propósito principal de promover siempre sus propias prerrogativas oligárquicas.
Aislamiento del pueblo. La tentación elitista en algunas realidades vinculadas a la Iglesia va a
veces acompañada por un sentimiento de superioridad y de intolerancia hacia la multitud de los
bautizados, hacia el Pueblo de Dios que quizás asiste a las parroquias y a los santuarios, pero
que no está compuesto de “activistas” comprometidos en organizaciones católicas. En estos
casos, también se mira al Pueblo de Dios como a una masa inerte, que tiene siempre necesidad
de ser reanimada y movilizada por medio de una “toma de conciencia” que hay que estimular a
través de razonamientos, llamadas de atención, enseñanzas. Se actúa como si la certeza de la fe
fuera consecuencia de palabras persuasivas o de métodos de adiestramiento.
Abstracción. Los organismos y las realidades vinculadas a la Iglesia, cuando son
autorreferenciales, pierden el contacto con la realidad y se enferman de abstracción. Se
multiplican encuentros inútiles de planificación estratégica, para producir proyectos y directrices
que sólo sirven como instrumentos de autopromoción de quien los inventa. Se toman los
problemas y se seccionan en laboratorios intelectuales donde todo se manipula y se barniza
según las claves ideológicas de preferencia; donde todo, se puede convertir en simulacro fuera de
su contexto real, incluso las referencias a la fe y las menciones a Jesús y al Espíritu Santo.
Funcionalismo. Las organizaciones autorreferenciales y elitistas, incluso en la Iglesia,
frecuentemente acaban dirigiendo todo hacia la imitación de los modelos de eficiencia mundanos,
como aquellos impuestos por la exacerbada competencia económica y social. La opción por el
funcionalismo garantiza la ilusión de “solucionar los problemas” con equilibrio, de tener las cosas
bajo control, de acrecentar la propia relevancia, de mejorar la administración ordinaria de lo que
se tiene. Pero, como ya os dije en el encuentro que tuvimos en 2016, una Iglesia que tiene miedo
a confiarse a la gracia de Cristo y que apuesta por la eficacidad del sistema está ya muerta, aun
cuando las estructuras y los programas en favor de clérigos y laicos “auto-afanados” durase
todavía siglos.
Consejos para el camino
Mirando al presente y al futuro, y buscando también dentro del itinerario de las OMP los recursos
para superar las insidias del camino y seguir adelante, me permito daros algunas sugerencias,
para ayudaros en vuestro discernimiento. Puesto que habéis iniciado también un proceso de
reconsideración de las OMP que queréis que esté inspirado por las indicaciones del Papa,
ofrezco a vuestra consideración criterios y sugerencias generales, sin entrar en detalles, porque
los contextos diferentes pueden requerir de igual modo adaptaciones y variaciones.
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1) En la medida en que podáis, y sin hacer demasiadas conjeturas, custodiad o redescubrid la
inserción de las OMP en el seno del Pueblo de Dios, su inmanencia respecto a la trama de la vida
real en que nacieron. Sería buena una “inmersión” más intensa en la vida real de las personas, tal
como es. A todos nos hace bien salir de la cerrazón de las propias problemáticas internas cuando
se sigue a Jesús. Conviene adentrarse en las circunstancias y en las condiciones concretas,
cuidando o procurando también restituir la capilaridad de la acción y de los contactos de las OMP
en su entrelazamiento con la red eclesial —diócesis, parroquias, comunidades, grupos—. Si se da
preferencia a la propia inmanencia al Pueblo de Dios, con sus luces y sus dificultades, se puede
huir mejor de la insidia de la abstracción. Es necesario dar respuesta a las preguntas y a las
exigencias reales, más que formular o multiplicar propuestas. Quizás, desde el cuerpo a cuerpo
con la vida ordinaria, y no desde cenáculos cerrados o a partir de análisis teóricos sobre las
propias dinámicas internas, podrán surgir además intuiciones útiles para cambiar y mejorar los
propios procedimientos operativos, adaptándolos a los diversos contextos y a las diversas
circunstancias.
2) Mi sugerencia es encontrar el modo en el que la estructura esencial de las OMP siga unida a
las prácticas de la oración y de la colecta de recursos para las misiones, algo valioso y apreciado,
debido a su elementalidad y concreción. Esto manifiesta la afinidad de las OMP con la fe del
Pueblo de Dios. Aun con toda la flexibilidad y demás adaptaciones que se requieran, conviene
que este modelo elemental de las OMP no se olvide ni se altere. Orar al Señor para que Él abra
los corazones al Evangelio y suplicar a todos para que sostengan también en lo concreto la obra
misionera. En esto hay una sencillez y una concreción que todos pueden percibir con gozo en el
tiempo presente, en el cual, incluso en la circunstancia del flagelo de la pandemia, se nota por
todas partes el deseo de estar y de quedarse cerca de todo aquello que es, simplemente, Iglesia.
Buscad también nuevos caminos, nuevas formas para vuestro servicio; pero, al hacerlo, no es
necesario complicar lo que es simple.
3) Las OMP son —y así deben experimentarse— un instrumento de servicio a la misión de las
Iglesias particulares, en el horizonte de la misión de la Iglesia, que abarca siempre todo el mundo.
En esto consiste su contribución siempre preciosa al anuncio del Evangelio. Todos estamos
llamados a custodiar por amor y gratitud, también con nuestras obras, los brotes de vida teologal
que el Espíritu de Cristo hace germinar y crecer donde Él quiere, incluso en los desiertos. Por
favor, en la oración, pedid primero que el Señor nos disponga a discernir las señales de su obrar,
para después indicárselas a todo el mundo. Sólo esto puede ser útil: pedir que, para nosotros, en
lo íntimo de nuestro corazón, la invocación al Espíritu Santo no se reduzca a un postulado estéril
y redundante de nuestras reuniones y de nuestras homilías. Sin embargo, no es útil hacer
conjeturas y teorías sobre grandes estrategias o “directivas centrales” de la misión a las que
delegar, como a presuntos y fatuos “depositarios” de la dimensión misionera de la Iglesia, la tarea
de volver a despertar el espíritu misionero o de dar licencias misioneras a los demás. Si, en
alguna situación, el fervor de la misión disminuye, es signo de que está menguando la fe. Y, en
tales casos, la pretensión de reanimar la llama que se apaga con estrategias y discursos acaba
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por debilitarla aún más y hace avanzar sólo el desierto.
4) El servicio llevado a cabo por las OMP, por su naturaleza, pone a los agentes en contacto con
innumerables realidades, situaciones y acontecimientos que forman parte del gran flujo de la vida
de la Iglesia en todos los continentes. En este flujo podemos encontrarnos con muchas lentitudes
y esclerosis que acompañan a la vida eclesial, pero también con los dones gratuitos de curación y
consolación que el Espíritu Santo esparce en la vida cotidiana de lo que podría llamarse la “clase
media de la santidad”. Y vosotros podéis alegraros y exultar saboreando los encuentros que
puedan surgir gracias al trabajo de las OMP, dejándoos sorprender por ellos. Pienso en las
historias que he escuchado de muchos milagros que ocurren entre los niños, que quizás se
encuentran con Jesús a través de las iniciativas propuestas por la Infancia misionera. Por eso,
vuestra acción no se puede “esterilizar” en una dimensión exclusivamente burocrática-profesional.
No pueden existir burócratas o funcionarios de la misión. Y vuestra gratitud puede hacerse a la
vez don y testimonio para todos. Podéis indicar para el consuelo de todos —con los medios que
tenéis, sin artificiosidad—, las vicisitudes de personas y comunidades que vosotros podéis
encontrar con mayor facilidad que otros; personas y comunidades en las que brilla gratuitamente
el milagro de la fe, de la esperanza y de la caridad.
5) La gratitud ante los prodigios que realiza el Señor entre sus predilectos, los pobres y los
pequeños a los que Él revela lo que es escondido a los sabios (cf. Mt 11,25-26), también os
puede ayudar a sustraeros de las insidias de los replegamientos autorreferenciales y a salir de
vosotros mismos en el seguimiento a Jesús. La idea de una acción misionera autorreferencial,
que se pasa el tiempo contemplándose e incensándose por sus propias iniciativas, sería en sí
misma un absurdo. No dediquéis demasiado tiempo y recursos a “miraros” y a redactar planes
centrados en los propios mecanismos internos, en la funcionalidad y en las competencias del
propio sistema. Mirad hacia fuera, no os miréis al espejo. Romped todos los espejos de vuestra
casa. Los criterios a seguir, también en la realización de los programas, tienen que mirar a
aligerar, a hacer más flexibles las estructuras y los procesos, más que a cargar con adicionales
elementos estructurales la red de las OMP. Por ejemplo, que cada director nacional, durante su
mandato, se comprometa a individuar algún potencial sucesor, teniendo como único criterio el de
indicar no a personas de su círculo de amigos o compañeros de “cordada” eclesiástica, sino a
personas que le parezca que tienen más fervor misionero que él.
6) Con referencia a la colecta de recursos para ayudar a la misión, ya en ocasión de otros
encuentros pasados, llamé la atención sobre el riesgo de transformar las OMP en una ONG
dedicada sólo a la recaudación y a la asignación de fondos. Esto depende del ánimo con que se
hacen las cosas, más que de lo que se hace. En cuanto a la recaudación de fondos puede ser
ciertamente aconsejable, y aún más oportuno, utilizar con creatividad incluso metodologías
actualizadas de búsqueda de financiaciones por parte de potenciales y beneméritos
patrocinadores. Pero, si en algunas zonas disminuye la recaudación de donativos —también por
el debilitamiento de la memoria cristiana—, en esos casos, podemos estar tentados de resolver
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nosotros el problema “cubriendo” la realidad y poniendo todo el esfuerzo en un sistema de colecta
más eficaz, que busque grandes donantes. Sin embargo, el sufrimiento por la pérdida de la fe y
por la disminución de los recursos no hay que eliminarlo, sino hay que ponerlo en las manos del
Señor. Y, de todas formas, es bueno que la petición de donativos para las misiones siga
dirigiéndose prioritariamente a toda la multitud de los bautizados, buscando también una forma
nueva para la colecta en favor de las misiones que se realiza en las Iglesias de todos los países
en octubre, con ocasión de la Jornada Mundial de las Misiones. La Iglesia continúa, desde
siempre, yendo hacia adelante también gracias al óbolo de la viuda, a la contribución de toda la
multitud de personas que se sienten sanadas y consoladas por Jesús y que, por ello, por su
inmensa gratitud, donan lo que tienen.
7) Con respecto al uso de las donaciones recibidas, discernid siempre con un apropiado sensus
Ecclesiae la distribución de los fondos, para sostener las estructuras y los proyectos que, de
distintos modos, realizan la misión apostólica y el anuncio del Evangelio en las distintas partes del
mundo. Tened siempre en cuenta las verdaderas necesidades primarias de las comunidades y, al
mismo tiempo, evitad formas de asistencialismo que, en vez de ofrecer instrumentos al fervor
misionero, acaban por entibiar los corazones y alimentar también dentro de la Iglesia fenómenos
de clientela parasitaria. Con vuestra contribución, buscad dar respuestas concretas a exigencias
objetivas, sin dilapidar los recursos en iniciativas con connotaciones abstractas, replegadas sobre
sí mismas o fabricadas por el narcisismo clerical de alguien. No cedáis al complejo de inferioridad
ni a las tentaciones de imitar a aquellas organizaciones tan funcionales que recogen fondos para
causas justas y luego destinan un buen porcentaje de ellos para financiar su estructura y
promocionar su propia identidad. También esto se convierte a veces en un modo para cuidar los
propios intereses, aunque hagan ver que trabajan en favor de los pobres y necesitados.
8) Por lo que respecta a los pobres, no os olvidéis de ellos tampoco vosotros. Esta fue la
recomendación que, en el Concilio de Jerusalén, los apóstoles Pedro, Juan y Santiago dieron a
Pablo, Bernabé y Tito, que discutían sobre su misión entre los incircuncisos: «Sólo nos pidieron
que nos acordáramos de los pobres» (Ga 2,10). Después de aquella recomendación, Pablo
organizó las colectas en favor de los hermanos de la Iglesia de Jerusalén (cf. 1 Co 16,1). La
predilección por los pobres y los pequeños es parte de la misión de anunciar el Evangelio, que
está desde el principio. Las obras de caridad espirituales y corporales hacia ellos manifiestan una
“preferencia divina” que interpela la vida de fe de todo cristiano, llamado a tener los mismos
sentimientos de Jesús (cf. Flp 2,5).
9) Las OMP, con su red difundida por todo el mundo, reflejan la rica variedad del “pueblo con
muchos rostros” reunido por la gracia de Cristo, con su fervor misionero. Fervor que no es igual
de intenso ni vivaz en todo tiempo y lugar. Y, además, la misma urgencia compartida de confesar
a Cristo muerto y resucitado, se manifiesta con tonos diversos, según los diversos contextos. La
revelación del Evangelio no se identifica con ninguna cultura y, en el encuentro con nuevas
culturas que no han acogido la predicación cristiana, no es necesario imponer una forma
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determinada cultural junto con la propuesta evangélica. Hoy, también en el trabajo de las OMP,
conviene no llevar cargas pesadas; conviene custodiar su perfil variado y su referencia común a
los rasgos esenciales de la fe. También puede ofuscar la universalidad de la fe cristiana la
pretensión de estandarizar la forma del anuncio, tal vez orientado todo hacia clichés o a
eslóganes que están de moda en algunos círculos de ciertos países cultural o políticamente
dominantes. A este respecto, también la relación especial que une a las OMP con el Papa y con
la Iglesia de Roma representa un recurso y un apoyo a la libertad, que ayuda a todos a sustraerse
de modas pasajeras, de servilismos a escuelas de pensamiento unilateral o a homogeneizaciones
culturales con características neocolonialistas; fenómenos que, por desgracia, se dan también en
contextos eclesiásticos.
10) Las OMP no son en la Iglesia un ente independiente, suspendido en el vacío. Dentro de su
especificidad, que conviene cultivar y renovar siempre, está el vínculo especial que las une al
Obispo de la Iglesia de Roma, que preside en la caridad. Es hermoso y confortante reconocer que
este vínculo se manifiesta en una labor llevada a cabo con la alegría, sin buscar aplausos o
reclamar pretensiones; una obra que, justamente en su gratuidad, se entrelaza con el servicio del
Papa, siervo de los siervos de Dios. Os pido que el carácter distintivo de vuestra cercanía al
Obispo de Roma sea precisamente este: compartir el amor a la Iglesia, reflejo del amor a Cristo,
vivido y manifestado en el silencio, sin jactarse, sin delimitar el “terreno propio”; con un trabajo
cotidiano que se inspire en la caridad y en su misterio de gratuidad; con una obra que sostenga a
innumerables personas interiormente agradecidas, pero que quizás no saben a quién dar las
gracias, porque desconocen hasta el nombre de las OMP. El misterio de la caridad en la Iglesia
se lleva a cabo así. Sigamos caminando juntos hacia adelante, felices de avanzar en medio de las
pruebas, gracias a los dones y a las consolaciones del Señor. Mientras tanto, reconocemos con
alegría en cada paso, que todos somos siervos inútiles, empezando por mí.
Conclusión
Id con ardor: en el camino que os espera hay mucho que hacer. Si hubiera que experimentar
cambios en los procedimientos, sería bueno que estos mirasen a aligerar y no a aumentar los
pesos; que se dirigiesen a ganar flexibilidad operativa y no a producir nuevos sistemas rígidos y
siempre amenazados de introversión; teniendo presente que una excesiva centralización, más
que ayudar, puede complicar la dinámica misionera. Y también que una articulación a escala
puramente nacional de las iniciativas pondría en peligro la fisionomía misma de la red de las
OMP, además del intercambio de dones entre las Iglesias y comunidades locales, algo que se
experimenta como fruto y signo tangible de la caridad entre hermanos, en comunión con el
Obispo de Roma.
En cualquier caso, pedid siempre que toda consideración relativa a la organización operativa de
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las OMP esté iluminada por lo único necesario: un poco de amor verdadero a la Iglesia, como
reflejo del amor a Cristo. Vuestra tarea se realiza al servicio del fervor apostólico, es decir, al
impulso de vida teologal que sólo el Espíritu Santo puede operar en el Pueblo de Dios.
Preocupaos de hacer bien vuestro trabajo, «como si todo dependiese de vosotros, sabiendo que,
en realidad, todo depende de Dios» (S. Ignacio de Loyola). Como ya os dije en otro encuentro,
tened la prontitud de María. Cuando fue a casa de Isabel, María no lo hizo como un gesto propio:
fue como sierva del Señor Jesús, al que llevaba en su seno. No dijo nada de sí misma, sólo llevó
al Hijo y alabó a Dios. Ella no era la protagonista. Fue como la sierva de aquel que es también el
único protagonista de la misión. Pero no perdió el tiempo, fue de prisa, para asistir a su pariente.
Ella nos enseña esta prontitud, la prisa de la fidelidad y de la adoración.
Que la Virgen os custodie a vosotros y a las Obras Misionales Pontificias, y que su Hijo, Nuestro
Señor Jesucristo, os bendiga. Él, antes de subir al Cielo, nos prometió que estaría siempre con
nosotros hasta el final de los tiempos.
Dado en Roma, en San Juan de Letrán, el 21 de mayo de 2020, Solemnidad de la Ascensión del
Señor.
Francisco
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miércoles, 3 de junio de 2020
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LAS OBRAS MISIONALES PONTIFICIAS
Publicado
miércoles, junio 03, 2020
Por
Misiones Tui Vigo
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 2020
Publicado
miércoles, junio 03, 2020
Por
Misiones Tui Vigo
«Aquí estoy, mándame» (Is 6,8)
Queridos hermanos y hermanas:
Doy gracias a Dios por la dedicación con que se vivió en toda la Iglesia el Mes
Misionero Extraordinario durante el pasado mes de octubre. Estoy seguro de que
contribuyó a estimular la conversión misionera de muchas comunidades, a través del
camino indicado por el tema: “Bautizados y enviados: la Iglesia de Cristo en misión en
el mundo”.
En este año, marcado por los sufrimientos y desafíos causados por la pandemia del
COVID-19, este camino misionero de toda la Iglesia continúa a la luz de la palabra que
encontramos en el relato de la vocación del profeta Isaías: «Aquí estoy, mándame»
(Is 6,8). Es la respuesta siempre nueva a la pregunta del Señor: «¿A quién enviaré?»
(ibíd.). Esta llamada viene del corazón de Dios, de su misericordia que interpela tanto
a la Iglesia como a la humanidad en la actual crisis mundial. «Al igual que a los
discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos
cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al
mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos
necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos
discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38),
también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta,
sino sólo juntos» (Meditación en la Plaza San Pietro, 27 marzo 2020). Estamos
realmente asustados, desorientados y atemorizados. El dolor y la muerte nos hacen
experimentar nuestra fragilidad humana; pero al mismo tiempo todos somos
conscientes de que compartimos un fuerte deseo de vida y de liberación del mal. En
este contexto, la llamada a la misión, la invitación a salir de nosotros mismos por amor
de Dios y del prójimo se presenta como una oportunidad para compartir, servir e
interceder. La misión que Dios nos confía a cada uno nos hace pasar del yo temeroso y
encerrado al yo reencontrado y renovado por el don de sí mismo
lunes, 1 de junio de 2020
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Publicado
lunes, junio 01, 2020
Por
Misiones Tui Vigo
«Aquí estoy, mándame» (Is 6,8)
"La celebración la Jornada Mundial de la Misión también significa reafirmar cómo la oración, la reflexión y la ayuda material de sus ofrendas son oportunidades para participar activamente en la misión de Jesús en su Iglesia. La caridad, que se expresa en la colecta de las celebraciones litúrgicas del tercer domingo de octubre, tiene como objetivo apoyar la tarea misionera realizada en mi nombre por las Obras Misionales Pontificias, para hacer frente a las necesidades espirituales y materiales de los pueblos y las iglesias del mundo entero y para la salvación de todos."
lunes, 25 de mayo de 2020
Los pueblos indígenas de Venezuela, abandonados
Publicado
lunes, mayo 25, 2020
Por
Misiones Tui Vigo
May 21, 2020
OMPRESS-VENEZUELA (21-05-20) Las Obras Misionales Pontificias de
Venezuela, junto a los obispos, religiosos y laicos, alzan su voz ante la
situación de pandemia por los indígenas de este país, una vez más abandonados.
El Departamento de Misiones del Secretariado Permanente del Episcopado
Venezolano; el Consejo Misionero Nacional, la Red Eclesiástica Panamazónica de
Venezuela, las Obras Misionales Pontificias en Venezuela; la Conferencia
Venezolana de Religiosos y Religiosas y el Consejo Nacional de Laicos
Venezuela, recuerdan al inicio de este comunicado la frase del Papa Francisco
en “Querida Amazonia”: “Sueño con una Amazonia que luche por los derechos de
los más pobres, de los pueblos originarios, de los últimos, donde su voz sea
escuchada y su dignidad sea promovida.
En el comunicado expresan su preocupación por cuanto acontece a
los pueblos indígenas, a los que acompañan en sus justas reclamaciones y
proyectos, y a los que ven en “una situación desesperada que se agrava aún más
con la aparición del covid-19” .
El programa del Papa Francisco para las Obras Misionales Pontificias
Publicado
lunes, mayo 25, 2020
Por
Misiones Tui Vigo
May 21, 2020
OMPRESS-ROMA (21-05-20) El Papa Francisco escribe hoy a las Obras
Misionales Pontificias una larga y rica carta que es todo un programa de lo que
debe ser este servicio a la misión de la Iglesia. “Este año había decidido
participar en vuestra Asamblea general anual, el jueves 21 de mayo, fiesta de
la Ascensión del Señor, pero se ha cancelado a causa de la pandemia que nos
afecta a todos”, comienza el Santo Padre su carta. Y recuerda que el misterio
de la Ascensión, en que se conmemora la despedida de Jesús de sus discípulos y
de este mundo, “junto con la efusión del Espíritu en Pentecostés, imprime y
confiere para siempre a la misión de la Iglesia su rasgo genético más íntimo: el
de ser obra del Espíritu Santo y no consecuencia de nuestras reflexiones e
intenciones”. Y por eso, recuerda, “si no se reconoce que la fe es un don de
Dios, tampoco tendrían sentido las oraciones que la Iglesia le dirige. Y no se
manifestaría a través de ellas ninguna sincera pasión por la felicidad y por la
salvación de los demás y de aquellos que no reconocen a Cristo resucitado,
aunque se dedique mucho tiempo a organizar la conversión del mundo al
cristianismo”.
Diez “consejos para el camino” del Papa Francisco a las Obras Misionales
Publicado
lunes, mayo 25, 2020
Por
Misiones Tui Vigo
May 21, 2020
OMPRESS-ROMA (21-05-20) El Papa Francisco, en la parte final de la
carta que hoy dirige a las Obras Misionales Pontificias, les da nada menos que
diez “consejos para el camino” mirando al presente y al futuro de la misión de
la Iglesia. Tras analizar en la extensa carta los rasgos propios de las Obras
Misionales Pontificias, además de los peligros que pueden aquejar a esta “red
al servicio de la misión universal”, el Papa pasa a enumerar los consejos:
miércoles, 23 de abril de 2014
Mensaje del Papa Francisco para la 51º Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones
Publicado
miércoles, abril 23, 2014
Por
Misiones Tui Vigo
1. El Evangelio relata que “Jesús recorría todas las ciudades y aldeas... Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas «como ovejas que no tienen pastor». Entonces dice a sus discípulos: «La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies»” (Mt 9,35-38). Estas palabras nos sorprenden, porque todos sabemos que primero es necesario arar, sembrar y cultivar para poder luego, a su debido tiempo, cosechar una mies abundante. Jesús, en cambio, afirma que «la mies es abundante». ¿Pero quién ha trabajado para que el resultado fuese así? La respuesta es una sola: Dios. Evidentemente el campo del cual habla Jesús es la humanidad, somos nosotros. Y la acción eficaz que es causa del “mucho fruto” es la gracia de Dios, la comunión con él (cf. Jn 15,5). Por tanto, la oración que Jesús pide a la Iglesia se refiere a la petición de incrementar el número de quienes están al servicio de su Reino. San Pablo, que fue uno de estos “colaboradores de Dios”, se prodigó incansablemente por la causa del Evangelio y de la Iglesia. Con la conciencia de quien ha experimentado personalmente hasta qué punto es inescrutable la voluntad salvífica de Dios, y que la iniciativa de la gracia es el origen de toda vocación, el Apóstol recuerda a los cristianos de Corinto: “Vosotros sois campo de Dios” (1 Cor 3,9). Así, primero nace dentro de nuestro corazón el asombro por una mies abundante que solo Dios puede dar; luego, la gratitud por un amor que siempre nos precede; por último, la adoración por la obra que él ha hecho y que requiere nuestro libre compromiso de actuar con él y por él.
2. Muchas veces hemos rezado con las palabras del salmista: “Él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño” (Sal 100,3); o también: “El Señor se escogió a Jacob, a Israel en posesión suya” (Sal 135,4). Pues bien, nosotros somos “propiedad” de Dios no en el sentido de la posesión que hace esclavos, sino de un vínculo fuerte que nos une a Dios y entre nosotros, según un pacto de alianza que permanece eternamente “porque su amor es para siempre” (cf. Sal 136). En el relato de la vocación del profeta Jeremías, por ejemplo, Dios recuerda que él vela continuamente sobre cada uno para que se cumpla su Palabra en nosotros.
viernes, 7 de junio de 2013
MENSAJE DEL PAPA PARA EL DOMUND 2013
Publicado
viernes, junio 07, 2013
Por
Misiones Tui Vigo
Queridos
hermanos y hermanas,
Este año celebramos la Jornada Mundial de las Misiones mientras
se clausura el Año de la fe, ocasión
importante para fortalecer nuestra amistad con el Señor y nuestro camino como Iglesia que anuncia el Evangelio con valentía. En esta
prospectiva, querría plantear algunas reflexiones.
martes, 28 de mayo de 2013
Los misioneros, modelos del “sí” para siempre
Publicado
martes, mayo 28, 2013
Por
Misiones Tui Vigo
El Papa Francisco llamó la atención sobre el
peligro de “dos riquezas culturales”, que pueden paralizar nuestro seguimiento
de Jesús, como ocurrió con el joven rico.
viernes, 15 de marzo de 2013
Gratias tibi, Domine, gratias tibi!,
Publicado
viernes, marzo 15, 2013
Por
Misiones Tui Vigo
D.
Anastasio Gil García.
Director
de OMP .
"Alegría.
Una gran alegría por la noticia. De nuevo Dios nos ha sorprendido y nos hemos
dejado sorprender por esta caricia de Dios. No tener candidato previo garantiza
la ventaja de estar disponible para abrir el corazón y la mente al elegido, sin
ningún filtro o condicionamiento.
Gratitud
a Dios. De nuestro corazón ha brotado unGratias tibi, Domine, gratias tibi!,
por este nuevo don que Dios ha hecho a su Iglesia. Como Director nacional de
Obras Misionales Pontificias quiero dejar constancia de nuestra oración por su
persona e intenciones, y de nuestra disponibilidad para servir a la Iglesia en su compromiso
misionero.