«Aquí estoy, mándame» (Is 6,8)
Queridos hermanos y hermanas:
Doy gracias a Dios por la dedicación con que se vivió en toda la Iglesia el Mes
Misionero Extraordinario durante el pasado mes de octubre. Estoy seguro de que
contribuyó a estimular la conversión misionera de muchas comunidades, a través del
camino indicado por el tema: “Bautizados y enviados: la Iglesia de Cristo en misión en
el mundo”.
En este año, marcado por los sufrimientos y desafíos causados por la pandemia del
COVID-19, este camino misionero de toda la Iglesia continúa a la luz de la palabra que
encontramos en el relato de la vocación del profeta Isaías: «Aquí estoy, mándame»
(Is 6,8). Es la respuesta siempre nueva a la pregunta del Señor: «¿A quién enviaré?»
(ibíd.). Esta llamada viene del corazón de Dios, de su misericordia que interpela tanto
a la Iglesia como a la humanidad en la actual crisis mundial. «Al igual que a los
discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos
cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al
mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos
necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos
discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38),
también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta,
sino sólo juntos» (Meditación en la Plaza San Pietro, 27 marzo 2020). Estamos
realmente asustados, desorientados y atemorizados. El dolor y la muerte nos hacen
experimentar nuestra fragilidad humana; pero al mismo tiempo todos somos
conscientes de que compartimos un fuerte deseo de vida y de liberación del mal. En
este contexto, la llamada a la misión, la invitación a salir de nosotros mismos por amor
de Dios y del prójimo se presenta como una oportunidad para compartir, servir e
interceder. La misión que Dios nos confía a cada uno nos hace pasar del yo temeroso y
encerrado al yo reencontrado y renovado por el don de sí mismo
.
En el sacrificio de la cruz, donde se cumple la misión de Jesús (cf. Jn 19,28-30), Dios
revela que su amor es para todos y cada uno de nosotros (cf. Jn 19,26-27). Y nos pide
nuestra disponibilidad personal para ser enviados, porque Él es Amor en un
movimiento perenne de misión, siempre saliendo de sí mismo para dar vida. Por amor
a los hombres, Dios Padre envió a su Hijo Jesús (cf. Jn 3,16). Jesús es el Misionero del
Padre: su Persona y su obra están en total obediencia a la voluntad del Padre
(cf. Jn 4,34; 6,38; 8,12-30; Hb 10,5-10). A su vez, Jesús, crucificado y resucitado por
nosotros, nos atrae en su movimiento de amor; con su propio Espíritu, que anima a la
Iglesia, nos hace discípulos de Cristo y nos envía en misión al mundo y a todos los
pueblos.
«La misión, la “Iglesia en salida” no es un programa, una intención que se logra
mediante un esfuerzo de voluntad. Es Cristo quien saca a la Iglesia de sí misma. En la
misión de anunciar el Evangelio, te mueves porque el Espíritu te empuja y te trae» (Sin
Él no podemos hacer nada, LEV-San Pablo, 2019, 16-17). Dios siempre nos ama
primero y con este amor nos encuentra y nos llama. Nuestra vocación personal viene
del hecho de que somos hijos e hijas de Dios en la Iglesia, su familia, hermanos y
hermanas en esa caridad que Jesús nos testimonia. Sin embargo, todos tienen una
dignidad humana fundada en la llamada divina a ser hijos de Dios, para convertirse por
medio del sacramento del bautismo y por la libertad de la fe en lo que son desde
siempre en el corazón de Dios.
Haber recibido gratuitamente la vida constituye ya una invitación implícita a entrar en
la dinámica de la entrega de sí mismo: una semilla que madurará en los bautizados,
como respuesta de amor en el matrimonio y en la virginidad por el Reino de Dios. La
vida humana nace del amor de Dios, crece en el amor y tiende hacia el amor. Nadie
está excluido del amor de Dios, y en el santo sacrificio de Jesús, el Hijo en la cruz, Dios
venció el pecado y la muerte (cf. Rm 8,31-39). Para Dios, el mal —incluso el pecado—
se convierte en un desafío para amar y amar cada vez más (cf. Mt 5,38-48; Lc 23,33-
34). Por ello, en el misterio pascual, la misericordia divina cura la herida original de la
humanidad y se derrama sobre todo el universo. La Iglesia, sacramento universal del
amor de Dios para el mundo, continúa la misión de Jesús en la historia y nos envía por
doquier para que, a través de nuestro testimonio de fe y el anuncio del Evangelio, Dios
siga manifestando su amor y pueda tocar y transformar corazones, mentes, cuerpos,
sociedades y culturas, en todo lugar y tiempo.
La misión es una respuesta libre y consciente a la llamada de Dios, pero podemos
percibirla sólo cuando vivimos una relación personal de amor con Jesús vivo en su
Iglesia. Preguntémonos: ¿Estamos listos para recibir la presencia del Espíritu Santo en
nuestra vida, para escuchar la llamada a la misión, tanto en la vía del matrimonio
como de la virginidad consagrada o del sacerdocio ordenado, como también en la vida
ordinaria de todos los días? ¿Estamos dispuestos a ser enviados a cualquier lugar para
dar testimonio de nuestra fe en Dios, Padre misericordioso, para proclamar el
Evangelio de salvación de Jesucristo, para compartir la vida divina del Espíritu Santo en
la edificación de la Iglesia? ¿Estamos prontos, como María, Madre de Jesús, para
ponernos al servicio de la voluntad de Dios sin condiciones (cf. Lc 1,38)? Esta
disponibilidad interior es muy importante para poder responder a Dios: “Aquí estoy,
Señor, mándame” (cf. Is 6,8). Y todo esto no en abstracto, sino en el hoy de la Iglesia
y de la historia.
Comprender lo que Dios nos está diciendo en estos tiempos de pandemia también se
convierte en un desafío para la misión de la Iglesia. La enfermedad, el sufrimiento, el
miedo, el aislamiento nos interpelan. Nos cuestiona la pobreza de los que mueren
solos, de los desahuciados, de los que pierden sus empleos y salarios, de los que no
tienen hogar ni comida. Ahora, que tenemos la obligación de mantener la distancia
física y de permanecer en casa, estamos invitados a redescubrir que necesitamos
relaciones sociales, y también la relación comunitaria con Dios. Lejos de aumentar la
desconfianza y la indiferencia, esta condición debería hacernos más atentos a nuestra
forma de relacionarnos con los demás. Y la oración, mediante la cual Dios toca y
mueve nuestro corazón, nos abre a las necesidades de amor, dignidad y libertad de
nuestros hermanos, así como al cuidado de toda la creación. La imposibilidad de
reunirnos como Iglesia para celebrar la Eucaristía nos ha hecho compartir la condición
de muchas comunidades cristianas que no pueden celebrar la Misa cada domingo. En
este contexto, la pregunta que Dios hace: «¿A quién voy a enviar?», se renueva y
espera nuestra respuesta generosa y convencida: «¡Aquí estoy, mándame!» (Is 6,8).
Dios continúa buscando a quién enviar al mundo y a cada pueblo, para testimoniar su
amor, su salvación del pecado y la muerte, su liberación del mal (cf. Mt 9,35-
38; Lc 10,1-12).
La celebración la Jornada Mundial de la Misión también significa reafirmar cómo la
oración, la reflexión y la ayuda material de sus ofrendas son oportunidades para
participar activamente en la misión de Jesús en su Iglesia. La caridad, que se expresa
en la colecta de las celebraciones litúrgicas del tercer domingo de octubre, tiene como
objetivo apoyar la tarea misionera realizada en mi nombre por las Obras Misionales
Pontificias, para hacer frente a las necesidades espirituales y materiales de los pueblos
y las iglesias del mundo entero y para la salvación de todos.
Que la Bienaventurada Virgen María, Estrella de la evangelización y Consuelo de los
afligidos, Discípula misionera de su Hijo Jesús, continúe intercediendo por nosotros y
sosteniéndonos.
Roma, San Juan de Letrán, 31 de mayo de 2020, Solemnidad de Pentecostés.
Francisco
miércoles, 3 de junio de 2020
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 2020
Publicado
miércoles, junio 03, 2020
Por
Misiones Tui Vigo
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Francisco