
Desde que Pío XI las instituyó como Pontificias, el 3 de mayo de 1922, estas Obras no han hecho otra cosa. Por un lado,infundir en los fieles, desde la más tierna edad, este espíritu misionero, para salir al paso del otro, e invitarle al encuentro con la bondad y la ternura de Dios (cf. Francisco, Misericordiae vultus [MV], 5), teniendo en cuenta todas sus condiciones, sus debilidades, sus necesidades (cf. MV 4). Como siempre, también ahora esta tarea sigue siendo el mayor desafío para la Iglesia. Por otro, invitar a aquellas personas que se encuentran alejadas de Dios a acercarse a Él con confianza, porque en Él todo habla de misericordia (cf. MV 8, 19 y 22). También, fomentar en los fieles el compromiso del amor con los más necesitados, llevando a la práctica las exigencias de las obras de misericordia (cf. MV 15), lo que implica salir al encuentro de aquellos hermanos y hermanas que viven sin la fuerza, la luz y el consuelo de Jesucristo, sin una comunidad de fe que los acoja, sin un horizonte de sentido y de vida (cf. Evangelii gaudium [EG], 49). Y, finalmente, atender, con criterios de ecuanimidad, las necesidades de las Iglesias jóvenes y a las comunidades cristianas que carecen de lo necesario para vivir con dignidad. Para ello funciona, en el seno de cada una de las Obras,el Fondo Universal de Solidaridad, que hace visible la solicitud entre todas las Iglesias, a modo de “vasos comunicantes”.
Sin embargo, la más elocuente y significativa cooperación entre las Iglesias es la protagonizada por los misioneros y misioneras, que viven la experiencia de salir de su tierra para ir a otras fronteras. Ellos son los testigos privilegiados de la misericordia divina que, en la Iglesia “en salida”, saben adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos e ir a los cruces de los caminos para mostrarles a Dios (cf. EG 24). Los misioneros hicieron de la misericordia su opción de vida (cf. MV 24), al abrir su corazón a cuantos viven, alejados de la fe, en las periferias geográficas y existenciales, dramáticamente creadas por el mundo moderno (MV 15). Allí su misión no es otra que la de acompañar con misericordia y paciencia el crecimiento integral de las personas, compartiendo con ellas, día a día, el recorrido de su existencia y la consolidación de las comunidades cristianas nacientes.
Por todo ello, la celebración del DOMUND tiene un sentido de gratitud, por el don de la fe recibida, y de compromiso para compartir con otros lo que gratuitamente se ha recibido. De esta manera, el bautizado se transforma en “misionero de la misericordia”.
Anastasio Gil, Director de OMP
Tribuna misionera en la Revista Misioneros Tercer Milenio